Por Ivette Estrada
-Aunque nadie te diga que eres un genio, sabes que lo eres y un día lo revelarás al mundo.
La sentencia del milagro se diluye ante la propia incredulidad y una educación basada en la modestia y una religión plagada de culpa. Sin embargo, a veces aparece un leve recuerdo: el efecto Pigmalión como minúsculo brote de autoconsciencia.
Ovidio cuenta que el rey Pigmalión afirmó que no se enamoraría de ninguna persona que no fuera perfecta. Como es evidente, esta búsqueda le causaba mucha frustración. Por ello, tomó la decisión de dejar la búsqueda y comenzó a crear esculturas de mujeres. Una resultó magnífica y se enamoró de ella. Lo sorprendente es que la escultura se transformó en una mujer.
Hoy, grandes expectativas conforman personas sobresalientes en distintas disciplinas. No en vano, los maestros suelen enfatizar virtudes y esperar pacientes los frutos.
Al efecto Pigmalión también se le conoce con el nombre de “profecía autocumplida”, en el sentido de que, cuando otras personas tienen una previsión de cómo vamos a actuar, de qué vamos a conseguir, o de cómo somos, es probable que estas previsiones o expectativas cumplan lo confirmando.
Esto no es vano: el autoconcepto se conforma, en gran medida, con la opinión de los otros. Así, di a alguien que será un héroe y lo será, lo mismo que si le adjudicas el papel de engendro maligno, rey o santo.
Nuestros ancestros y maestros tienen un peso significativo en el propio destino. Sus palabras sentencian en gran parte en aquello en lo que nos convertiremos. El mismo rol trascendental lo ejercen las autoridades políticas o cívicas de una comunidad. Antaño eran los viejos sabios. A ellos les correspondía, en gran medida, trazar el futuro de un nuevo ser con la simple imposición del nombre. Existe un proverbio popular que explica que “nombre es destino”. Y es verdad.
Así, conviene desdeñar un nombre popular o de un personaje famoso sin indagar antes el significado. Tampoco se vale designar a alguien con un vocablo sólo porque suena hermoso. Un nombre debe analizarse como un designio de vida y suerte.
Pero más allá de ello, ¿qué camino deseamos que anden los seres que amamos? Las palabras, en gran medida, trazarán su rumbo. Si nos referimos a un chico como bellaco lo será, pero si le aseguramos que posee un don natural para determinada actividad también lo logrará.
No conviene subestimar las palabras ni aseverar que se trata de cuentos de viejos. Las palabras son seres mágicos, con vida propia, que suelen transformar a quien las toca.
Existe un ejemplo simple sobre esto: señala un par de virtudes a una persona que aprecies. Por magro que sea la respuesta hallarás una luz nueva en sus ojos. Di una palabra despectiva a alguien que te hiera y observarás el ceño y desaprobación. Las palabras tocan, envuelven, sucumben.
Y es de palabras, sólo de eso, de lo que trata el efecto Pigmalión. Ahora, no se trata de proferir halagos huecos sin sentido, sino de observar lo bueno en los otros y expresarlo sin ambages. Más si se trata de adolescentes y niños. Para ellos, las palabras tienen mayor poder.